Comentario
Ajanta tuvo también un papel protagonista en el campo político y fue uno de los principales objetivos de la reivindicación nacionalista, pues sirvió para afianzar la confianza que el pueblo y los dirigentes indios tenían en su tradición cultural. Coincidiendo con la campaña de No Cooperación (Satyagraha) promulgada por Mahatma Gandhi (1920), los estudiantes de las escuelas de arte se negaron a copiar las obras occidentales, prefiriendo ejercitarse en las pinturas y esculturas de Ajanta, alegando que este gran ejemplo representa la más completa documentación orgánica sobre arte indio.
En esta revolución cultural, a la que se entregaron múltiples personalidades de la cultura india, destacan las voces de Abanindranath Ta ore (hermano del famoso premio Nobel), pintor y director de la Escuela de Arte de Calcuta, y Ananda Coomaraswamy, el primer gran historiador del arte indio, cuyas obras, inspiradas en la tradición y los antiguos tratados estéticos, siguen estando vigentes y, felizmente, empiezan a traducirse a nuestro idioma. Cualquier texto actual, incluso occidental, sobre pintura mural asiática lo cita y hace continuas referencias a Ajanta, pues su impronta en el subsiguiente desarrollo del arte budista a lo largo de la Ruta de la Seda es hoy incuestionable; tal es el caso de los murales de Barniyan y Fondukistan (Afganistán), de Kyzil y Turfan (Turquestán ruso), Dunhuang (en el Gansu chino) y, más remotamente, de los templos de Horyuji en Nara (Japón). Esta influencia de Ajanta sobre la pintura mural de todo Extremo Oriente está también presente en el género profano, de dentro y fuera de India, como muy bien demuestran las pinturas de Sigiriya en Sri Lanka.
Respecto a la historia y cronología de las cuevas hay que aclarar que este maravilloso museo natural se empezó a excavar en el siglo II a. C. y se terminó en el siglo VII d. C.; ambos momentos coinciden con el inicio y decadencia del fervor popular por el budismo. En el proceso ininterrumpido de la excavación y decoración de las cuevas (desde el centro del conjunto hacia los extremos) destacan dos grandes fases: la primera desde el siglo I a. C. hasta el siglo II d. C., bajo la protección de la dinastía Andhra Shatavahana (cuevas n.°5 8-9-10-12-13 y15), y la segunda desde los siglos III al VI d. C. controlada por la dinastía Gupta Vakataka (resto de las cuevas, entre las que se encuentran los más interesantes, n.°5 1-2-16-17-19 y 26). De las treinta cuevas, cinco son chaityas o templos (n.º 9-10-19-26 y 29) y veinticinco son viharas o lugares de reunión, enseñanza y habitación.
Arquitectónica y escultóricamente se alcanza el esplendor en las chaityas 19 (hacia el año 475) y 26 (hacia el año 510), y desde el punto de vista pictórico (hay restos en 16 cuevas) son justamente famosos los murales de los viharas 1 y 2 (hacia el año 550) y 16 y 17 (hacia el año 510).
La idónea ubicación de Ajanta (800 m de altura) en un lugar aislado y protegido de las invasiones pero, al mismo tiempo, bien comunicado por las rutas comerciales que permitían el acceso a los peregrinos y el depósito de las riquísimas donaciones de los comerciantes, facilitó progresivamente su fama hasta encumbrarlo como lugar sacro, centro cultural y ciudad de veraneo. Llegó a tener no sólo prestigio moral sino también político y económico pues, como otros centros monacales, constituyó una gran sociedad capitalista basada en el préstamo con interés a los particulares. Esta situación se prolongará hasta mediados del siglo VI d. C., en que comienza la decadencia del budismo y su éxodo y posterior asentamiento fuera de India. A partir de entonces Ajanta decae, aunque una pobre y escasa comunidad de monjes siga habitándolo, hasta que en el siglo VIII se abandona definitivamente para quedar en la tradición popular como una leyenda. Tras más de diez siglos de olvido Ajanta surge como de la nada.
Antes de empezar a desgranar el apartado pictórico, conviene recordar que la pintura (como todo el arte religioso indio) también es anónima. Sabemos por las fuentes literarias que la pintura era una digna ocupación de la nobleza, aunque en realidad el gran trabajo estuviera en manos de agrupaciones de artesanos, cuyo oficio era hereditario, que en equipos itinerantes visitaban los monasterios y palacios. En cualquiera de los casos, vivían bajo la protección de sus anfitriones de los que recibían prestigio y regalos pero nunca salarios. En el género religioso, además, el artesano trabajaba bajo el control de los silpins (sacerdote-artista) que se encargaba de su preparación espiritual y de vigilar la correcta interpretación de los Silpa-Sastras.
La técnica, perfectamente estudiada desde la restauración de Cecconi y Orsini, difiere del fresco occidental, pero tiene aspectos concomitantes con la técnica del seco y del temple: el muro rocoso se alisa con un grueso (2-4 cm) mortero a base de tierra ferruginosa y materia orgánica, consistente en estiércol, paja y cerdas de animales. A continuación, se aplica una capa adhesiva de resinas y ceras naturales sobre la que se dispone una fina superficie de yeso y cal tamizados, que será el auténtico soporte pictórico. El artista, entonces, grabará con un punzón las líneas preliminares de la composición, que queda semioculta por la capa de color monotonal que da un fondo material y espiritual a la escena. Después se pincelan los contornos de las figuras con negro humo o rojo cinabrio, y se rellenan las formas de color. Finalmente, se pulimentará toda la superficie con un colmillo de elefante, lo que produce un bruñido especial y consolida todas las capas. A veces se refuerza el dibujo de los contornos.
Los pigmentos son minerales locales especialmente seleccionados por su resistencia a la humedad y a la cal, y abarcan una amplia gama de ocres (cinco rojos, múltiples sienas y cuatro amarillos) y verdes; el azul, escaso, se toma del lapislázuli; el blanco, siempre muy luminoso, se consigue del caolín o de concha triturada, y el negro, del carbón. Se diluyen en aglutinantes naturales como clara de huevo o goma vegetal, y deberán producir, según el Silpa-Sastra Vishnudharmottaram, un número ilimitado de colores mezclándolos con la imaginación y la emoción.
Hay una constante expresión lineal, una soltura habilísima en lo gestual, en el dominio del trabajo del pincel, que compensa el nulo estudio de la luz y del sombreado. Además, aunque los colores son planos, la forma adquiere una gran plasticidad gracias á un sabio contraste de colores y a un sugerente rayado que alude al volumen, rayado muy leve como líneas de una hoja.
Cuando se explica la composición pictórica de los murales de Ajanta, es necesario referirse a su escenografía, porque el mundo del teatro está inmerso en esta pintura que es un reflejo de la cultura Gupta.